VARIOS AYERES
María vuelve a casa del trabajo con paso lento y ojeras; mientras pisa el camino de baldosas amarillas creado por las hojas del otoño. Amarillo, ocre, marrón y a veces rojo. Son los colores que trae esta época. Además de una atmósfera cambiante pero a la vez perecedera. Mientras pensaba en ello, la chica pasa frente al patio de un colegio. El alborozo de los niños la saca de sus pensamientos y le hace mirar hacia el interior.
Sonriendo, recuerda como una traviesa niña pecosa guardaba distintas hojas en los bolsillos del pantalón del uniforme. Una porque era de un color que nunca había visto, otra porque era más grande que el resto, otra porque era tan pequeña que parecía una uña.
Suspiró con nostalgia pensando que aquella época jamás volvería y que ahora sólo le esperaba el invierno de la madurez. Pero no podemos dar nada por sentado y el viento se lo hizo saber de la siguiente manera: trajo a sus pies una hoja del árbol más solitario y grande del patio. Poseía unas hojas de color verde y magenta. Un magenta claramente definido y un verde que, aunque amarilleaba, conservaba su tonalidad.
Ella se agachó para recogerla. Tal y como hizo en su infancia se la metió en el bolsillo y siguió andando. Ya no podía seguir coleccionándolas porque debía cuidar su ropa de manchas y rasgaduras en lugar de andar rebuscando por el asfalto y el césped pequeños tesoros. Sin embargo, podría conservar una.
Llegó a casa, la puso sobre su impresora multifunción y apretó el botón. Poco a poco la hoja se digitalizaba y sus vivos colores resaltaban más que nunca. Una vez hecho esto, puso la imagen de fondo de escritorio en la oficina para recordarse que madurar no significa convertirse en un adulto cuadrado y gris.
© Colaboración de Miriam Suárez