En mi casa, desde la intuición y memoria de una niña de corta edad, siempre se vivió el éxodo de la emigración de los años 50 con un sentimiento de dolor.
Memorizo en el tiempo a mi abuela Cesarina cuando, con gran esfuerzo, nos visitaba desde su isla (La Gomera) siempre con un halo de tristeza, cuando ya las cartas de mi tío no llegaban. «¡Llegarán, llegarán! Eso es que se ha ido a vivir a otro estado… ¡Venezuela es tan profunda!», se consolaba ella misma.
Mi tía Teresa, secándose las lágrimas, decía de mis primos que ese país se traga a los que van a trabajar, hace que se olviden de su familia. Para, a continuación, añadir: «¡Es tan grande!».
Yo, durante un tiempo creí que Venezuela era un monstruo que se tragó literalmente a mis primos y tío.
Hoy, en pleno siglo XXI, el fenómeno de la emigración sigue avanzando como una marea, aparentemente sin solución.