Emigrar

Cuando desde mi isla chica tuve que salir, con mi hija preadolescente, allí quedó mi marido y la vieja y querida tía, compañera desde que nací. Ella fue como tener cuatro brazos más, se ocupaba de todo y me hacía sentir la niña y señora, según se terciase la ocasión.

En un barco grande (blanco y con franjas verdes) partimos desde la isla "picuda". Fue lo último que vi... después, solo mar, cielo y brisa. Pensando con incertidumbre, en un futuro nuevo. Lágrimas añorando mi casa, con el horno para hacer bollos, el duraznero del patio, los suelos de madera y las agrestes montañas donde, entre canteros y parras, la tierra premiaba con sus frutos.

Las deudas de un negocio regentado por mis hijos, fue la causa de mi viaje. Esa fue mi larga y triste travesía. Había que trabajar, limpiando oficinas de madrugada, acompañada por mi hija María, alta y delgada cual junco, que estudiaba aprovechando la luz y comodidad de las oficinas. Yo la animaba: "Venga, que te abrirá caminos". Y así fue: viajó por casi toda América para una compañía aérea, convertida en una reputada ejecutiva. A los treinta años, ya con mi marido aquí y trabajando, regrese al terruño, había que vender la casa y los terrenos. Ya no era ese mi retiro, sino un lastre de pérdidas. Los recuerdos y enseres, no servían, solo alguna foto, loza y poco más.

Me fui, ya las prioridades eran otras. Para mis nietos de América esta tierra no significaba nada, nunca la pisaron, no captaron sus olores. Mis cenizas están allí, pero mi corazón está en un silbo hecho verso: “aunque viva en tierras lejanas, de mi isla jamás yo me olvido, con sus valles y agrestes montañas, mi Gomera te bendigo”.