Una maleta vieja

Soy una maleta vieja y de nacimiento, cubana. En este momento en que hablo con ustedes estoy abierta en el suelo. Dentro me han puesto apenas unas monedas haciendo piña en un saquito de tela (es lo que tiene que pagar Abdul para subir a la patera, cuando llegue a España ya verá lo que encuentra para comer). Creo que el muchacho tiene secándose en el patio su segunda muda de ropa para meterla aquí también. Zapatos no pondrá porque solo tiene los que lleva puestos. Pero sí añadirá algo de pan sin levadura, el único alimento que se lleva a la boca desde hace tiempo y que espera que le ayude a sobrevivir en el camino.

Es buena gente, Abdul. Me da ternura contemplarlo desde aquí abajo preparar con mimo y mucha ilusión el equipaje más pobre del mundo. Su vida cabe entre mis paredes maltrechas y eso me hace quererlo y desearle un feliz desenlace para su aventura más allá del mar y la arena sahariana con sabor y olor a hambre. Ojalá que Europa comparta con él los sueños de bienestar y libertad que le debe.

¿Saben? Creo que soy una maleta, un maletoncio, un arritranco de trasladar cosas muy afortunada. He tenido una vida larga y agradecida. Recuerdo a Yanet, aquella joven cubana que necesitaba llegar a Miami como fuera porque se había cansado de ser puta en La Habana. Con ella fue mi primera vez. Nos fuimos lindísimas las dos para el paraíso gringo y allí la vi trabajar como una mula, pero prosperó. Tuvo suerte y dejó de vender su cuerpo para empezar a comprar vida de verdad con el sudor de su frente. Un día que hizo limpieza en el departamento me arrimó en un callejón y un vendedor ambulante me metió en algo que me dejó ciega. No supe qué pasaba, solo que me llevaban de acá para allá.

Cuando volví a ver la luz estaba en un mercado de abastos de ciudad Juárez. Me deslumbró la luz de aquella ciudad, pero más aún me cautivó la belleza de aquel joven que me tomó en brazos valorando mi envergadura y estado. Pedro oí que lo llamaban. Por unos cuantos pesos me compró y me fui con él a su chabola. Quería usarme de valija para sus pertenencias. Pobre, no sabía que para botarse al Río Grande sobraban maletas y faltaban brazos con los que aguantarse a flote. Me dio tanta pena… Yo fui vomitada por las corrientes en un recodo cualquiera y me recogió un buhonero que vendía de todo en internet (en El AAiún me compraron por el equivalente a un euro, ya mi artrítica armazón prácticamente no valía nada). A él lo revolcó una lengua furiosa de agua y llegó muerto y destrozado, como tantos espaldas mojadas, hasta la ribera maldita de El Paso. El Paso… hermoso nombre para morir en el intento desesperado de pasar.