Preciosa canción de Pedro Guerra que me sugiere tantas cosas que podría estar escribiendo horas y horas hasta vaciar mi alma y mis recuerdos. Ahí va algo de mis sensaciones al escucharla.
Era una casa corriente que habitó una familia sencilla. Su fachada, bastante desconchada, dejaba entrever a través de los desperfectos y grietas que estuvo pintada de varios colores de tonos fuertes, como las casa de la periferia de las ciudades caribeñas. Seguramente algún habitante emigró y retornó de esos países trayendo sus ojos y su alma impregnados de esos tonos alegres y un tanto estridentes de allende los mares.
Una gran puerta a la que el tiempo y seguramente las termitas dejaron herida de muerte, da acceso a la casa. Un llamador oxidado por el aire húmedo de las islas y el salitre de un mar cercano invita a tocar para entrar, cosa que hago suavemente por si la puerta termina cayendo.
No acude nadie, miro hacia arriba y observo que la fachada tiene dos balcones que sobresalen como vigilando la puerta; son altos, lo que me hace calcular la altura de los techos que cubren como un cielo, quizás medio caído como la puerta, las habitaciones que hay escondidas detrás de dichos balcones.
Espero un rato y como nadie responde, empujo la puerta que está trabada entre las roídas jambas y el dintel que hacen juego en senectud con la misma. Se abre con un quejido agónico, después de forcejear un poco, entro con sigilo por si acaso el interior está en mayor decrepitud que la parte exterior. No hay muebles, únicamente una silla desvencijada tirada en el suelo y una alacena sin puertas.
Paseo por su interior y poco a poco me va invadiendo una sensación de que no estoy sola. Del techo cuelgan las risas y los parloteos que un día iluminaron la estancia, las paredes están pintadas con las miradas, unas inocentes, otras de una rectitud y seriedad inexpugnables y otras amorosas y acariciadoras que recorren agradablemente mi piel. De pronto la silla se levanta y resultando ser una mecedora, comienza a moverse hacia atrás y adelante, creando una cierta corriente de aire que hace volar de un lado a otro las telarañas grandes como cortinas.
Me asomo a la habitación contigua que creo debe tratarse de la cocina. No, ya no hay olor a comida, sino un olor rancio de grasa centenaria que recubre las superficies de los poyos y parte de las paredes. No hay muebles, sólo las paredes alicatadas de blanco hasta la mitad. Escucho canturreos y ruido metálico como de cubiertos y carreras que bajan la escalera que hay a un lado de la habitación que recorrí anteriormente. Son voces de niños que bajan atropelladamente corriendo para que el hambre no los alcance. En el fondo una ventana con los cristales rotos quizás testigos de amores furtivos o quizás de fugas nocturnas en un sigiloso secreto. Al fondo descubro un banco pequeño en el que veo sentado a un niño cara a la pared gimoteando. ¡Ay que travesura habrás hecho para que castigaran!
Mi curiosidad me lleva hasta las escaleras que están en el salón, intento subir pero los escalones están tan estropeados que temo que se desplome. Aguzo el oído y escucho canturreos de niños, más de uno, parecen canciones infantiles pero no las conozco. De pronto escucho un estruendo y la escalera empieza desplomarse. Salgo corriendo y de repente me encuentro sentada en el borde de la cama envuelta en sudor. ¿Qué me ha pasado? ¡Ufff, qué sueño más raro! ¿Qué lo habrá provocado?
Después de enganchar mis neuronas me pongo a pensar y me doy cuenta en la casa antigua en la que me he convertido, con recuerdos y vivencias por todos los rincones de los cuales mi alma y mi corazón son las estancias más preciadas. Y agrando todo lo que puedo mis espacios vitales para seguir atesorando todo aquello de lo que formo parte y convertirlo en mi esencia. Que todos estos tesoros sigan siendo el motor que da vida a esta casa en la que me he convertido.
©Matale Arozena