En esta oportunidad me voy a referir a una costumbre y práctica que aún subsiste en nuestras islas y que me tocó conocer y observar de cerca cuando tan solo era una niña, con lo cual tengo el privilegio de dejar testimonio de ella con la certeza que me otorgó el haber sido testigo de primera mano al ver a mi abuelo rezar el mal de ojo y sanar a numerosas personas que regresaban agradecidas a dar testimonio de sus efectos curativos.
¿Qué eran o qué son los rezados (santiguados)?
Voy a contestar esta pregunta con el relato que a continuación les transcribo, basado en un hecho real de mi familia y que me hizo ser testigo de esta costumbre.
Mi abuelo y su don.
En mi niñez, solía pasar mis vacaciones escolares en casa de mis abuelos. Así fue durante muchos años. Debido a ello, fui testigo, de primera mano, de un suceso que acontecía con frecuencia, del don de curar el mal de ojo que tenía mi abuelo Sotero. Aquel acontecimiento se convirtió con el pasar de los años en un hermoso recuerdo que, de alguna manera, dejó en mí una lección de vida y un aprendizaje interior.
Siendo yo pequeña, al principio no comprendía muy bien de qué trataba aquel asunto, pero poco a poco y a medida que pasaba el tiempo, entendí lo que era. Me escondía por los rincones y vigilaba a mi abuelo para ver bien lo que hacía y cómo lo hacía. Así fue cómo me quedé con los detalles de su don para curar a la gente.
Las personas solían asistir a casa de mis abuelos, en algunas ocasiones, con el o la enferma, y en otras, con el nombre escrito en un papel de la persona aquejada del mal. Mi abuelo, que para aquel entonces sería un hombre rondando los sesenta, fijaba su mirada azul en el enfermo, cogía su mano y haciendo una o dos preguntas hacía un rápido diagnóstico determinando si tenía o no mal de ojo. Hacía lo mismo concentrándose en el nombre que estaba escrito en el papel, cuando era el caso.
Mi abuelo era muy sincero, si aquella persona aquejada de un mal no tenía mal de ojo lo decía inmediatamente y recomendaba que acudiera a un médico, y acto seguido dejaba claro que él no podía hacer nada. Si, por el contrario, mi abuelo detectaba que el enfermo sí tenía mal de ojo, se levantaba de inmediato. Para ese momento ya había empezado su secuencia ininterrumpida de bostezos y se alejaba hacia el patio de casa. Ubicado en un rincón, sentado en una silla de espaldas y contra la pared se inclinaba, ponía sus codos sobre las rodillas y sostenía con sus manos su cabeza. Allí, en aquella posición, bostezando sin cesar, gesticulaba con su boca palabras inaudibles, en algunas ocasiones por un largo rato, y en otras, por más corto tiempo. Una vez terminado su rezo, se levantaba, iba al lavado, metía su cabeza bajo el chorro de agua que salía del grifo y se lavaba. En algunas ocasiones, devolvía y hasta se mareaba, esto último dependía del grado de intensidad del mal que aquejaba al enfermo. Una vez recuperado, se acercaba al paciente o familiares que esperaban en la sala de casa, y decía ya está sacado el mal de ojo. Según el caso, y si era necesario, mi abuelo le rezaba al paciente por dos o tres días más, pero siempre les decía que no era necesario que volvieran, que ya el mal estaba cortado y que él rezaría por su cuenta.
Vi cómo las gentes agradecidas volvían en las semanas posteriores para llevarle algún regalo, que nunca cobraba absolutamente nada, y para decirle que la recuperación del enfermo había sido inmediata. Por lo tanto, llevaban a mi abuelo la mayoría de las veces, pan, queso, dulces, nunca dinero. He de decir que mi abuelo curaba a los animales cuando tenían mal de ojo, que también se daba el caso.
Supongo que se corrió la voz y la fama de mi abuelo en ese sentido creció porque fueron muchas las personas que acudieron a él, en su mayoría compatriotas canarios que al igual que él, habían emigrado a Venezuela.
En alguna oportunidad, siendo yo ya una adolescente, me dijo que me enseñaría la oración para que yo también aprendiera a curar el mal de ojo, pero esto nunca sucedió. Murió y me quedé con las ganas de aprenderla y con varias incógnitas sobre su vida.
Nació en Tijarafe, La Palma, en una época difícil para estas islas. Perdió su vista siendo un niño, recuperándola nuevamente, fue a la guerra civil española en la cual perdió parte de la audición, emigró a Venezuela y, a pesar de todos estos acontecimientos de su vida, tuvo la fortaleza suficiente para dedicarse a ayudar a los demás. Me hubiese encantado saber, quién le enseñó a rezar el mal de ojo, cómo descubrió esa habilidad de curar a la gente, qué sentía cuando lo hacía y por qué creyó que yo podría hacerlo también. ¡Cuánto te extraño abuelo!
Concluyo diciendo que las costumbres de nuestros ancestros constituyen todo un legado lleno de misterio y sabiduría. Quizás ellos, al no tener el avance de los tiempos modernos, tuvieron que desarrollar fuerzas naturales y utilizar la energía del cuerpo humano y elementos de la naturaleza para curar y convertirse en verdaderos guardianes de la sobrevivencia y continuidad de la vida.