DESDE MI BALCÓN, duele ver cómo nos lanzamos al abismo. Destrozamos el entorno y matamos a nuestra madre naturaleza.
Las rocas se mezclan con las colillas y la basura cae al mar, almacenada en agujeros sin límite. El exceso de motos náuticas y de barcos de recreo llena de gasolina el océano y destruye las algas del fondo marino con sus anclas. Las gaviotas, testigos de excepción, chillan y lloran.
Mientras escribo esto, el viento es caliente y adormece los músculos. Respiro a golpes, con dificultad. Abro la boca para coger más aire y poder seguir escribiendo. La calima es un velo frente a los ojos que nos impide mirar más allá del horizonte. La realidad me quita el aliento, me duele.
No obstante, tras los incendios, los pinos ya verdean. El tiempo pasado nunca regresa, es un recuerdo, una lluvia gris sobre nuestras cabezas. Solo pervive aquel aliento de fuego que nos acompañó durante semanas, tórrido instante nocturno entre llamas. Rojo que nos envolvía mientras el azul desaparecía.
Todo vive, todo es.
Llega la estación de las lluvias, y no llueve. Barrancos secos, cabras sedientas. Incendio permanente, sin llamas, sin fuego, sin agua. Excepto en el sur, allí sí, en los campos de golf, en el tostadero de Europa. Solo la luz artificial de los hoteles parece limpia y transparente, tras los incendios.
Turismo tostado de vuelta y vuelta, nadie al punto, todos muy hechos. Oferta de vuelo y estancia, todo incluido. Nada queda aquí, excepto la mierda. Nosotros, callados, serviles, con las bocas abiertas y los ojos atónitos: Yes, Sir! Thank you, Madam!
Ni una palabra, solo un silencio denso y oscuro. El futuro ha sido amansado.
Si les gustó este artículo, aquí encontrarán mi artículo del mes pasado: Canarias, perros y natalidad. Gracias por leerlo.