Aunque sigue siendo habitual que personas desconocidas se pregunten, de pronto, estado civil y existencia o no de retoños, nada tiene que ver la presión social de hoy con la que en siglos anteriores se ejercía sobre las mujeres que no “poseían” ni marido ni hijos. Eran las tías solteras, que recibían burlas por ser “solteronas”, término despectivo que, en masculino, no denotaba negatividad alguna. Las mujeres que no contaban con una pareja como Dios manda eran “mojigatas” o “feas”, no había ninguna otra explicación para la sociedad. Sin embargo, muchas de ellas fueron el pilar de las familias, la ayuda que sus hermanas, ellas sí madres, necesitaban, para sacar adelante a su progenie. Muchas tías solteras se encargaron de cuidar a los padres y abuelos mayores, y se vieron privadas de su propia vida, de sus anhelos y sueños, porque estaba mal visto que una mujer sola estudiara, fuera creativa o se moviera por las calles con desparpajo.
Escribió la escritora María Rosa Alonso (1909-2011), durante el exilio que emprendió a Venezuela, cuando en la Universidad de La Laguna le negaron la cátedra por ser mujer, que la solterona era una triste categoría social: “la solterona de antaño era una pobre segundona de la familia, que, camino del otoño, pasaba a cuidar sobrinos o santos” (del libro Residente en Venezuela).
La tía solterona no podía, en esos tiempos, sentir deseo y ese será justo uno de los temas que tratará Miguel de Unamuno, en La Tía Tula, novela corta que escribió en 1907, pero que no fue publicada hasta 1921, y en la que acuña también el término “sororidad”, con el que aboga por un mundo en el que el poder lo ejerzan las mujeres, por ver si nos va mejor que con los hombres. En este caso, Unamuno usaba ese término para referirse al amor a la hermana, que ejerce la protagonista, Gertrudis, capaz de fomentar el matrimonio de la suya, con quien es el amor de su vida. No puede ella engendrar, por lo que terminará, a la muerte de la hermana, por encargarse de los hijos de la fallecida. Gertrudis estaba destinada a casarse entonces con el viudo, según la costumbre de la época, pero la Tía Tula rechaza las opciones que la sociedad tiene para ella en esos momentos: el matrimonio o el convento. En una época de represión sexual, Unamuno dota, sin embargo, a la protagonista de su novela, de erotismo y carácter propio, que nada tienen que ver con la imagen de la mujer como sexo débil de la época.
Viajemos ahora a otros tiempo más cercanos, a 1967, año de la canción de Joan Manuel Serrat, llamada La tieta, un homenaje sentido a esa mujer soltera, esa tía que vive sola la última etapa de su vida, porque los hijos de su hermana ya crecieron y se olvidaron de visitarla. Habla en sus versos cantores Serrat de las sábanas frías y de la soledad como su fiel amante, de los sueños perdidos de juventud, de las arrugas, esa tía que siempre le dió dinero a los ahijados y consintió a los sobrinos y sobrinas. Es muy nostálgica esta canción de Serrat, pero refleja muy bien la figura de esa mujer soltera, presente siempre en las celebraciones familiares, con un regalo dispuesto para los más pequeños de la familia, con un hombro para que los adultos lloren sus cuitas, como una figura en sombra que sólo se ilumina cuando les piden un favor. Les debemos más canciones, más cuentos, más libros, más historias a tantas mujeres solteras que ayudaron a sus familias, que sufrieron en silencio el no poder cumplir con sus sueños de libertad, que cerraron los oídos a las burlas, que vivieron su sexualidad a escondidas o la desterraron en el fondo más profundo del pozo de sus deseos.
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