Doña Rosita, la de la fonda de Tazacorte, siempre me llenaba los bolsillos de caramelos y almendras, por eso me encantaba acompañar a mi madre en verano cuando iba a visitarla.
Mi padrino Adolfo llegó un día de esos en que no te esperas nada inusual y me dijo:
—Blanquita te vas para Venezuela.
Amparito, mi amiga de la infancia, la hija de la maestra, cuando se despidió de mí, entre sollozos, aseguró que no nos volveríamos a ver, como efectivamente ha sucedido.
Mi prima Luz María con seguridad y determinación decidió que iría también para Venezuela a buscar a su padre del cual hacía tiempo que no tenía noticias.
—Me esperas Blanca, que yo también voy para Venezuela, me dijo. Años más tarde cumplió su deseo.
El viaje en el Santa María fue toda una novedad y tomarme una Pepsi-cola una delicia.
Mi padre, mi madre y mi pequeña hermana venezolana me esperaban en el puerto de La Guaira. Mi padre me regaló un bonito reloj de pulsera que puso en mi brazo, y mi madre una cadena con la medalla de la Virgen de Coromoto, que colgó de mi cuello, ambos de oro.
Yo, al ver el panorama que me ofrecía el variopinto puerto de La Guaira y sus habitantes, le dije a mi padre:
—Montémonos en el barco y volvamos a Canarias, a lo que él respondió:
—Dentro de un tiempo regresamos.
Después de eso, ya instalada en Caracas, mi madre me mandó a hacer unos modernos pantalones a cuadros, mis primeros pantalones, que me hacían sentir muy guapa como se ve en la foto.
De mi llegada a Venezuela han pasado 69 años, los cuales he vivido allí ininterrumpidamente, casé con un venezolano y tengo cuatro hijos venezolanos.
Ese anhelo de regreso detenido en el tiempo se prendió del arraigo venezolano que me abraza y del amor maternal de la tierra que me vio nacer que nunca se olvida y allí está danzando entre dos orillas que se juntan en mi corazón.
Si les gustó, aquí tienen mi anterior artículo: Era la primera vez que visitaba la isla de La Palma