Cuando era pequeña yo tuve un huerto. Estaba situado en la pendiente que hasta mi casa llegaba. Fue construido a modo de terraza con piedra viva chasnera y así proteger la tierra de los vientos de sur y del este para que no rodara ladera abajo, también evitaba que durante las lluvias y correntías no se perdiera. Los terrones de tierra parecían de chocolate. La gama de verdes y mi fantasía hacían del lugar mi pequeña selva particular.
Mi huerto era pequeño y, como un pequeño paraíso, tenía plantas y arbustos de distintas partes del mundo.
En la esquina noroeste crecía frondosa y verde una mata de té de la China. Seguidamente, camino del este, tenía profundas raíces un peral con cuyo fruto mi madre hacía guisos y mermeladas; en la misma hilera y en la misma dirección crecía un esbelto ciruelo japonés de dulces ciruelas rojas; y ¿cómo olvidar al pequeño nisperero de pequeños frutos dulces y semillas inmensas? Cuando empezaban a madurar los frutos, la chiquillada sabía que la Semana Santa estaba próxima y con ella las vacaciones escolares. En mi pequeño huerto también tenían cabida los canteros de cebollino y zanahorias.
En mi huerto, en mi pequeña selva, pasaba horas de embeleso jugando con mi muñeca de trenzas rubias como el trigo maduro, quitando mala hierbas o bien soñando despierta con la espalda pegada a la tierra y la mirada puesta en el cielo. Si era de noche (a veces me escapaba) contemplaba las estrellas y a las más brillantes le ponía nombre, nombre de amiga, no de estrella.
En los calurosos días, a la sombra del nisperero, me entretenía escuchando el zumbido de las abejas y contemplaba cómo libaban las pequeñas flores de mi alrededor. Algunas alpispas y gorriones, acostumbradas a mi presencia, iban de rama en rama y me deleitaban con sus trinos, me gustaba creer que cantaban para mí.
He de nombrar las hierbas aromáticas con las que mi madre realzaba el sabor de los guisos como el tomillo, el orégano, o el romero milenario; si nos dolía la tripita, nos daba agua de manzanilla, si nos daba “mal aire”, entonces era la salvia la que obraba el milagro de curarnos. Todo era útil para el día a día.
Una de las noches que me escapé para ir a mi huerto, tuve una experiencia desagradable: recostada en el fino tronco del peral, iluminado por la luz de la luna llena, jugaba y hablaba con mi compañera inseparable cuando una sombra humana muy alargada y cubierta la cabeza con un sombrero de ala ancha, pasó por el estrecho pretil que separaba mi jardín de la huerta donde mis padres cosechaban las papas, el millo, las calabazas, las habichuelas y unas ricas cebollas rojas muy dulces. Caminaba algo encogido, a hurtadillas me parecía; sigilosamente, evitando ser visto. Me levanté de un salto y corrí hacia casa, entré en la habitación de mis padres como una exhalación y, hablando atropelladamente, les expliqué que había visto un extraño en lo “nuestro” y el susto que me había dado, sin terminar de contar mi historia llegaba hasta nosotros el ladrido de Yorca que nos avisaba también del intruso, y mi padre salió a toda prisa a enfrentarse con él. Cuando este oyó la puerta y los pasos de mi padre, salió corriendo y se dio a la fuga.
Al volver la calma, me interrogaron a ver qué hacía fuera de casa, me llevé un buen rapapolvo. Luego me explicaron que cerca de la Navidad, cuando ya los baifos estaban engordados, los desaprensivos y amigos de lo ajeno salían a robarlos para luego venderlos, porque, por esas fechas, era un buen negocio. Se pagaban bien puesto que era el plato fuerte de la cena navideña. Esa noche me llevé un buen susto, pero no dejé de hacer mis visitas nocturnas a mi huerto siempre que el tiempo me lo permitiera y pudiera esquivar la vigilancia de mis padres.
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