Mi semblanza de este mes de noviembre es muy especial y, si me permite el lector, muy personal. Está dedicada a una amiga de quien escribe que falleció prematura y trágicamente hace ahora 20 años. Se llamaba Antonia María Coello Mesa y para mí era la hermana que sanguíneamente no tuve. Antonia nació en Arafo en 1970, un 13 de junio para ser exactos. Murió el 24 de noviembre de 2003. Era una muchacha introvertida y estudiosa. Muy estudiosa. Muy introvertida. Su capacidad intelectual era prodigiosa y yo la conocí por casualidad. El hecho de que yo comenzase mi andadura universitaria años después que mi promoción del instituto, me hizo coincidir con los nacidos en 1970. Era septiembre de 1988. Campus Central. Aula 3 de Derecho. Una ingente cantidad de jóvenes me miraba como a una persona mayor que a lo mejor estaba allí por error. Sin embargo, pese a mis 25 años cumplidos, yo sabía que estaba en el lugar perfecto. Sola. Desubicada. Pero en el lugar deseado y perfecto. Y allí estaba ella. También algo abrumada y sola. En primero de Filología. En medio de aquel alumnado tan numeroso, tan joven y tan desorientado que estrenaba libertad lagunera y aulas universitarias.
Cuando empecé a reparar en ella observé que era como una copa de Bohemia. Fría (luego deduje que era su abrigo contra la inseguridad), brillante y frágil. Muy frágil. Dicen que las almas solitarias se reconocen en cuanto se ven. En aquel caso así fue. Cuando empezamos a conectar y a charlar compartiendo afinidades, me confesó que le llamaba la atención de mí el hecho de que me sentaba siempre delante y que siempre tenía hecha la traducción de latín, ¡qué cosas! Yo, por mi parte, le confesé que me llamaba la atención desde el principio, la concentración que ella mostraba, el orden físico y mental que transmitía y ¡la limpieza impoluta de sus zapatos! Siempre. Y con estas cosas nos reíamos. Fue el principio de una amistad que creció hasta hacer que se convirtiera para mí en la hermana pequeña que nunca tuve. Estas páginas quieren recordar a esa hermana, precoz y trágicamente desaparecida, y los momentos más hermosos que guardo en la memoria. Porque creo que si los pongo en palabras, evito que Antonia muera del todo.
Una copa de cristal de Bohemia es un objeto precioso a simple vista. Su brillo frío y transparente sobrecoge. Pero sobre todo impresiona la fragilidad con la que puede romperse en mil pedazos. Uno se pregunta cuando eso sucede cómo puede un objeto tan exquisitamente creado, con esa capacidad altiva tal de dominar el espacio y los sentidos, estallar en cientos de añicos en un instante. Cómo puede la belleza reventarse y desaparecer. Sin más. Yo, al menos, me lo pregunto, porque mi amiga Antonia era como una copa de cristal de Bohemia. Y en el esplendor de su brillo más excelso, explotó de dolor en mil gritos de espejos derrotados.
Antonia era una persona única. Su capacidad intelectual dejaba boquiabierto a cualquiera. Pero, sobre todo, su talla humana era increíble. Su sentido del humor destilaba una agudeza inusual. Su generosidad era infinita. Tenía un gran futuro como docente, pues estaba preparándose las oposiciones a profesora titular de universidad. Llevaba ejerciendo como agregada en Magisterio desde que terminó la carrera. Paralelamente, su trayectoria investigadora iba como un meteorito. Fulgurante. Sus artículos sobre sintaxis y morfología en el español medieval (morfosintaxis, como a ella le gustaba llamarlo) sentaban cátedra y abrían caminos nuevos de investigación. Estaba en sus inicios y ya era una figura destacada en su Facultad gracias a sus pequeños y grandes trabajos sobre la Lengua española. Su tesina y su tesis han constituido y constituyen aún hoy un referente insoslayable para muchos investigadores posteriores de universidades de todo el mundo (basta darse un paseo por internet para comprobarlo). Y todo eso con 33 años de edad. ¿Qué no podría haber alcanzado esta brillante mujer de no haber fallecido? Hoy sería sin duda un personaje ilustre que su pueblo y su Universidad elogiarían por su valía. Y lo harían con la misma fuerza que la lloraron cuando se marchó de la vida tan de repente. Cuando se la tragó el abismo de aquel otoño maldito del año 2003.
Hace 20 años que no estás, Antonia. Me costó mucho asumir tu partida. Pero he acabado aceptando tu decisión de marcharte de este mundo como tu adorada Alfonsina Storni, pidiendo asilo al fondo eterno del mar. Tu trágica muerte conmocionó a Arafo entero. Tu padre, tu hermano, tus compañeros de trabajo, todos te llevamos a aquel agujero del cementerio entre desgarrados y escépticos (no puede ser que tanta vida se haya ahogado). Pero sí. Tu vida había terminado de golpe, dando a tus seres queridos una trompada de dolor que se enterró hasta el alma. ¿Sabes? A veces, cuando visito tu lápida, me parece mentira que estés allí reducida a migajas de materia. Siempre, desde que vi cómo te metían en aquel agujero, tuve la certeza de que ibas a volar de allí inmediatamente. Y 20 años después sigo segura de que no estás allí. Tu cuerpo delicado ha alimentado podredumbre y ya no es nada. Sí. Pero tu alma, tus palabras, tus risas, ¡esas están vivas, vuelan, flotan en las flores, en la yerba que nace de la lluvia, en el salitre de las mareas, saltan cuando abro cualquiera de los libros que me dedicaste y que con tanto mimo atesoro! Todo eso está conmigo. Como tú. Porque eres aire, como querías, amiga. Eres aire inabarcable y eterno.
Ya hace 20 años, querida amiga, compañera del alma. Y al caer en la cuenta, de pronto he sentido la necesidad de hablar contigo para recordarte. ¿Qué aspecto tendrías hoy? Seguro que serías una mujer guapísima. Yo ya tengo muchas canas, ¿sabes?, pero me encantan porque reflejan todo lo vivido. ¡Cómo me hubiera gustado haber compartido más cosas contigo… escuchar una vez más nuestro Carmina Burana, visitar bibliotecas por Europa, volver a Silos a escuchar el silencio de su ciprés… volver al teatro… tantas cosas… Pero no pudo ser. Así que me quedo con tu recuerdo colgado al corazón y a la palabra, para intentar que el lenguaje me ayude a sostenerte en brazos de la memoria.
“Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano”.
¿Recuerdas cuando recitábamos emocionadas esta elegía de Miguel Hernández? Ahora yo te la dedico a ti. Te quiero, Antonia.
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