Recuerdo, al hilo de lo comentado por algunos lectores, que la intención con la que nació esta sección no era otra que la de visibilizar aquello que no trasciende más allá de los centros educativos, incluso dentro de ellos, solo al alcance de unos pocos, siempre la inmensa minoría.
Con la certeza de que retomaremos la publicación de esta revista después de un tiempo de ajustes, os dejo una reflexión en voz alta, hija de la vivencia: existen profesionales en este apasionante ámbito de la educación que se han especializado en emponzoñar la ilusión de muchos, encorsetar hasta el estrangulamiento la iniciativa, atiborrarse de información velada, filtrada por aquellos que obran como avezados espías... La hipocresía académica, la sonrisa interesada, la obediencia ciega e irracional a las normas impuestas, no consensuadas, … No os conforméis con la cáscara, hurgad, observad con detalle, acudid al origen porque hay un cúmulo de intereses creados que camuflan la realidad. Más adelante podré aportar hechos que ilustren al menos parte de este inframundo.
Muy agradecido por vuestro valioso tiempo.
El poder de la madre naturaleza
Segundo trimestre, poco antes de Carnavales, en la capital conejera. No le impartía clase a aquel adolescente de 3º ESO, no obstante reconocía su cara por las guardias de recreo, quizás alguna llamada de atención, quizás por compartir con otros alumnos conocidos, quizás por pura casualidad. Después del incidente nadie olvidaría aquel rostro afilado, pelo castaño, llamativas ojeras, tez clara y extremidades sarmentosas, respondía al nombre de Joel.
La norma era clara, a 4ª hora prohibido autorizar al alumnado la ida al baño, excepto en casos estrictamente necesarios. En la hoja de registro diario se anotaba el nombre del docente que le había permitido la salida del aula para tal fin; regularmente se revisaba esta por algún miembro del equipo directivo, había que llamar la atención a los ¨ imprudentes, díscolos docentes que no cumplían con la santa ley.
A 4ª hora, después del recreo, Joel había solicitado permiso a D. Carmelo, profesor de Biología, para acudir al baño. Tendría que desplazarse desde la 3ª planta hasta la 1ª, eran los únicos que permanecían abiertos durante las tres últimas horas después del recreo; pese a la restricción se seguía cometiendo barbaridades en los baños de los chicos -meadas en las papeleras, pintorescas y provocadoras pintadas detrás de las puertas incluso con los propios excrementos, consumo de tabaco, uso de móviles, atascos por insólitos objetos...
Carmelo, compañero bromista, irónico, muy respetuoso con la normativa, se había negado en redondo, aunque Joel no formaba parte del grupo de los meones crónicos, expertos en perder el tiempo por los pasillos, en inventar historias dignas del más puro realismo mágico.
Poco a poco la cara de Joel se había ido encendiendo, una ligera sudoración se extendía ya por su frente, las manos sobre el estómago y cierta pestilencia había invadido el entorno más inmediato. D. Carmelo, centrado en sus explicaciones, no había reparado en ello hasta que unas risitas soterradas y el taponamiento de narices de varios alumnos habían levantado la alarma. Ventanas y puertas abiertas, avalancha de miradas inquisitorias sobre Joel. Esto no había provocado más que otras secuencias apestosas y las quejas festivas de la mayoría del grupo. ¡Vete al baño, por Dios, Joel! - ordenó con dureza D. Carmelo.
Jamás había reaccionado con semejante celeridad el alumno, volaba por el pasillo, enfilaba los dos tramos de escalera que conducían a la 2ª planta. Arreciaban los retortijones, aceleraba el ritmo de la carrera... cuando, de pronto, la contención saltó por los aires. El último tramo de escaleras de acceso a la 1ª planta, peldaño a peldaño, fue decorado por un líquido denso, tibio, tono verdoso con tropezones marrones, ornado de un aroma infernal. Los pantalones vaqueros irreconocibles, completamente empapados.
Había sido tal el estruendo que los conserjes acudieron al instante a la zona cero. Gestos de asombro, difícil equilibrio entre la repugnancia, la pena, las irrefrenables ganas de reír.
Uno de ellos llamó a la señora de la limpieza, debía presentarse de inmediato bien equipada antes de que nadie más se topase con la tragedia. El otro conserje escoltó a cierta distancia a Joel hasta el baño para que se aseara mínimamente. Llamarían a su casa, que acudieran con muda completa, toallas y abundante perfume.
Por alguna incontrolada chispa se había iniciado el incendio, antes de las dos, buena parte del alumnado había recibido y propagado la noticia más o menos distorsionada. Don Alberto, el director, les había recomendado a los padres de Joel que descansara este al menos un par de días, que acudiera a consulta médica, que lo mantuvieran informado. Mejor aguardar, por precaución, a que se calmaran las ansias de burla incontrolable de la comunidad educativa.
A la mañana siguiente, Joel apareció como siempre poco antes de las ocho. Se dirigió, respetando escrupulosamente su rutina, al aula de 3º ESO C, hoy bajo un tupido manto de miradas, chaparrón de risitas, comentarios inaudibles, dedos acusadores hasta desembocar en el aplauso de sus compañeros al traspasar la puerta de la clase. Ni el profesor de 1ª hora quiso focalizar su atención sobre él; pasó lista, estaban todos.
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