En enero de 2023 esta humilde sección comenzó su andadura con estas palabras: “Confieso que soy optimista, aunque no pueda asegurar si por convicción o por pragmatismo.” Después de casi una decena de artículos y un par de tropiezos con el desánimo, he de hacer otra confesión: estoy aquejada, además, del mal de la palabra escrita. No puedo controlar el apremio de la lectura ni la necesidad de la escritura.
Para entender mejor lo que me pasa, en los últimos cinco años he recabado mucha información acerca de estas dos dolencias. Desempolvé algunos libros que aún conservo de mi época de estudiante de Filología, asistí a diversos talleres de escritura, y quise saber todo lo que pudiera sobre el proceso de creación literaria. Para el padecimiento del optimismo, aparte de la enseñanza de mis propias vivencias emocionales, busqué documentación en el ámbito de la psicología y la neurología. Son varias las conclusiones a las que he llegado y he querido compartir algunas de ellas desde las páginas de esta revista.
En cuanto a la palabra escrita, si la lectura es un pilar fundamental en la educación, hay muchos estudios que evidencian que la escritura (especialmente la creación poética) trae además consigo múltiples beneficios en lo que respecta al bienestar emocional e incluso en el ámbito de la salud mental.
La poesía puede ayudar a expresar emociones difíciles y complejas, lo que es muy beneficioso para aquellos que experimentan estrés, ansiedad o depresión. Asimismo, el nivel de concentración que se necesita en el momento de la escritura sirve para alejar, aunque sea momentáneamente, los pensamientos negativos que producen tensión o pesadumbre. Nos centramos en el aquí y el ahora de la búsqueda de la palabra adecuada, algo que conecta con los principios de la meditación o el mindfulness (disculpen el anglicismo).
Con independencia del resultado más o menos exitoso, es innegable que el acto poético estimula la creatividad y la imaginación. La construcción de imágenes interesantes (La poesía “sugiere y sintetiza” mientras que la narrativa “cuenta”) requiere de cierto nivel de ingenio que se puede entrenar con ejercicios simples que despierten la fantasía, esa que probablemente no usamos desde que éramos muy pequeños. El único riesgo que conlleva esta práctica es el de caer en una especie de dependencia que a menudo llega a ser adictiva, la misma que podríamos padecer si nos aficionamos a cualquier deporte o a determinados alimentos.
Ya nos lo dijo el gran poeta canario Arturo Maccanti en el número 9 de Fetasa de 1992, que Miguel Martinón recogió en su Antología de la poesía canaria contemporánea (1940-2000), Instituto de estudios Canarios, 2003:
“A la palabra muerta —y todas estaban muertas, entonces, para mí— yo le decía «levántate y anda», y veía cómo la palabra echaba a andar por el poema, y me quedaba deslumbrado y la seguía. Luego se hizo costumbre la cegadora experiencia y así por siempre hasta hoy.”
Tamasma Cultural ha permitido dar voz a muchos que como yo padecemos del sanador achaque de la escritura. Luisa Chico y su equipo de editores han construido una plataforma desde donde personas de muy diversa procedencia, opinión, edad o intereses hemos podido expresarnos libremente. La revista se cierra temporalmente porque Luisa y su equipo, aquejados también del mal del entusiasmo, tienen ahora otra labor que afrontar, mucho más generosa si cabe. Nunca podré agradecerles lo suficiente que me hayan permitido ser parte de este ilusionante proyecto.
Antes de terminar, permítanme una última sugerencia: sean moderadamente optimistas y entrenen la creatividad con lo que les apetezca (puede ser la literatura, la pintura, la cocina o el macramé, por poner algunos ejemplos). Todo para evitar caer en las sombras del pesimismo. Una imaginación ágil y bien adiestrada nos va a ayudar a lograrlo.