Hoy amaneció un día gris de una primavera que se va despidiendo.
Los coches pasan de prisa por la avenida, los gatos se desperezan, humean las cafeteras a la hora en punto. El chico de chaleco azul que barre las aceras, sonríe al ver una pequeña bicicleta junto al contenedor de basura. Quizá, algún deseo, hecho realidad.
Y yo, traigo a mis horas, a esas personas que bailan ya otro son, otro estribillo.
A esas que se fueron pronto, dejando tras ellas libros por leer, montañas que caminar, faldas por coser, galletas por probar, bocas para besar, hombros por apretar, perdones por escuchar. Esas manos que unían ilusiones a diario y acunaban niños por nacer, viajes planeados, tardes tibias envueltas en olores de eucalipto y pinos.
Los veo rodeados en una telaraña cristalina que los cobija y les deja mirar a su alrededor.
Caras agrietadas, pies cansados, ojos brillantes. Pañuelos al cuello, guitarras al hombro, trenes y railes con música que se quedó pendiente.
Esa, que ahora escuchan con otro volumen.
Y los dejo aquí en mis apuntes para que sepan que siguen entre nosotros. Sus nombres los guardo en la gaveta que huele a talco. Y sale la V, la C, la J, una preciosa A, una rechoncha M, una presumida Y, una callada O. Juntas, desgranando el abecedario. Y todas saben que están. Aunque no las veamos.