“Cuando la felicidad sonríe, los cuerpos bailan”
Desde pequeña le gustó bailar; daba vueltas y vueltas hasta que quedaba mareada, incluso extenuada, pero en su interior su alma y su corazón seguían deslizándose al ritmo de su alegría. Se ponía de puntillas y movía los brazos como queriendo atrapar todas las estrellas del cielo para exprimir su luz sobre su cabeza. Pero no, no necesitaba esa luz porque su cuerpo iluminaba todo su alrededor.
Bailaba con los sueños queriendo convertirlos en realidad; con el amanecer rodeando con sus brazos el primer rayo de luz que entraba por su ventana o daba vueltas a su alrededor buscando como fundirse con él para sentir su calor; por la noche abrazaba la oscuridad y danzaba entre las sombras, unas veces con un apuesto príncipe y otras con su amigo Martin al son de una melodía suave que la hacía cerrar los ojos y dejarse llevar.
Y María, que así se llamaba la niña feliz, empezó a sentir mariposas que bailaban en su interior cada vez que veía a Martin que también había crecido junto a ella y algunas veces, más bien siempre que estaban juntos, acababan cogiéndose de la mano y al compás de la música que sonaba en su interior bailaban acercándose el uno al otro, deslizándose cada vez más juntos por un suelo que ya no sentían bajo sus pies.
Caminaron siempre juntos tejiendo un compromiso de vida. Y un día hablando mientras escuchaban una canción cuyo tema era el baile, Maria le dijo a Martin:
“La felicidad siempre me ha abrazado y me ha hecho bailar. Me estaba preparando para hacerme caer en tus brazos y conocer el mundo que descubrimos juntos. He bailado sola con mis sentimientos en todo momento y era muy dichosa, pero bailar contigo sintiendo como la melodía de nuestros cuerpos, nos ha hecho deslizarnos por un sendero cada vez más sublime, es la vida plena”.
Al fondo la música seguía sonando y en su mente quedaron colgadas las palabras “bailar pegados” ambos se quedaron en silencio y ella pensó para sí: “Bailar siempre es bailar, hay un baile para cada momento”