Quieren volar las palabras. Sobre mares y desiertos, quieren volar. Rozar las crestas de las olas, avanzar para dejar huellas de espuma en las orillas de la vida, y después llenas de historias contadas y por contar esparcirse con el aire, ser verso, rezo, canción…
Ser el puntillo en el sol, el pedacito de nube que en el cielo se quedó cuando ya todo era raso. El sí y el no. Esa llave que abre puertas de castillos, que da o que quita el amor, y ese granito de sal que le faltaba al puchero de aquella composición.
La palabra maltratada puede reptar por los suelos o elevarse, si la dejamos volar. Como esos pétalos suaves que el viento ya ha desprendido y que, hermosos, van a quedarse en tu pelo, o se leen en la mirada y en ese rincón del alma que sin lengua sabe hablar. ¡Ay! de aquellas, que cuando llevan dolor, entre lágrimas se ahogan y se niegan a brotar, se traban en la garganta… pero al fin, la palabra es mensajera, y transmite los pesares, aunque sea a su pesar.
Se vuelve loca en los cuentos y en los versos, acompaña a la guitarra cuando vibra, mide el tiempo, toma voz. En el abrazo se calla, en el beso ni respira, y si es de honor certifica. Y aquellas, las que condenan, las que dan paso a las guerras, o al dolor, palabras son, que saturadas con la cruel iniquidad de aquellos que las cargaron, parten llenas de congoja, prisioneras del impulso fementido que sus alas hermosas, en tragedia convirtió.
Por eso quieren volar y ser libres las palabras, las que unen, las ríen, las que abrazan en silencio, las que tornan en bondades la maldad, las que escritas permanecen y se saben sin dudar todas las vías que llevan a lo mejor de los sueños, a esos ratos que son vida, pequeñitos pero plenos porque la palabra llena no siempre quiere extenderse; ella, como pocos, sabe que menos puede ser más.