Queridos lectores: hoy Tamasma inicia una nueva etapa y un nuevo formato.
Quiero empezar con un saludo especial y ofreciéndoles un cuento con un gran significado para mí. Lo escribí allá por el año 1999, año en que mi hermano Ricardo nos dejó para irse a la otra orilla. Entonces se lo dediqué a él, e igual se lo dedico hoy, y lo comparto con ustedes.
ERA SÓLO UNA MONJA
A la memoria de mi hermano Ricardo
Con el ánimo quebrantado, sor Ágata se frotaba la nariz constantemente en un vano intento de desprenderse de aquel olor a cuerpos quemados que la brisa traía desde la vecina aldea. En sus oídos aún persistían los gritos de horror de aquellos desdichados. El sol danzaba implacable sobre su cabeza, las moscas zumbaban revoloteando a su alrededor, la tierra roja ardía bajo sus pies y los párpados le caían abatidos por el peso del calor, por el cansancio y el olvido. Ante tanto desastre, ella sólo era una pobre monja sin saber qué hacer. Le dolía todo el cuerpo y hacía pequeños movimientos con los hombros y el cuello, intentando encontrar un poco de alivio. Miraba a los niños vagar sin sentido, o echados sobre la tierra caliente, sin fuerzas para levantarse y buscar la sombra de algún matorral, bajo el cañizo no había sitio para nadie más. Le habían prometido que la ayuda llegaría a tiempo y ya llevaban tres días sin agua ni alimentos, y dos sin comunicación alguna.
Todo lo que le quedaba eran dos bolsas de caramelos. Pidió a los niños que se acercaran, había decidido dar un caramelo a cada uno y así, al menos, distraerles el hambre. Como sombras, movidas por la brisa, se iban acercando los niños con cara de viejos y, entre ellos, alguna que otra mujer intentaba llegar hasta sor Ágata.
—No, no, por favor, sólo los niños, nosotras hemos de esperar — les repetía una y otra vez—. Pronto llegarán las provisiones que nos han prometido.
Y continuó repartiendo caramelos y caricias con la sombra de una sonrisa. Mientras, el sol seguía danzando sobre su cabeza y las moscas con sus incasables zumbidos.
Sor Ágata vio que una mujer joven se acercaba y, sacando fuerzas desde su cansancio, le dijo elevando la voz:
—Los niños, sólo los niños.
La mujer, como si no la hubiera escuchado, siguió avanzando con una mano extendida, y le devolvió el caramelo que su hijo ya no necesitaba.