La rodea un continente extenso, como su nombre. Donde por las noches se oyen búhos en una fiesta nocturna.
En el fondo de su hogar, está el patio. Ese donde jugaron sus hijos de pequeños. Ese que escuchó más de una vez algún verso bien aprendido.
Su país huele a dulce de leche. A praderas en las pampas. A montañas en los Andes. A cualquier hora se oye un tango que le trae nostalgias.
Su nombre brilla. Tiene un Mar de Plata que recuerda que cada día importa.
Las noches frías traen a la memoria, aquellos días de compañía donde iba y venía con ganas y la sonrisa puesta. Recuerda cuando braseaba en el agua cristalina y eso fortalecía su cuerpo y espíritu.
Su casa ahora, muchas veces, le parece grande. Inmensa. Todos se han ido.
Ella sabe que están revoloteando detrás de sus pasos. Pero ahora, la vida es otra cosa.
Un despertar sin apuros, un mate muchas veces sin compañía, con los recuerdos pegados a ella.
Abraza la sonrisa de sus hijos y enhebra esos hilos sueltos que la memoria empuja de a poco.
Hoy se sentó al piano. Lo sabía allí. A la espera. Sus manos cansadas lo pensaron. Las teclas sonrieron al verla sentarse despacito. En su banqueta de siempre. Con esas notas que no olvida, y esos arpegios que hacen que sus adoloridos dedos cobren, de nuevo, esa travesura de teclear como una artista. Solo es cuestión de cerrar los ojos y volver cada día a ellas.