Cuesta imaginar a una mujer joven dedicada al cuidado de las cabras hoy en día. Está claro que las cosas han cambiado mucho y la ganadería requiere, en la actualidad, de otras formas de producción. El pasado mes de julio, el periódico El Día recogió la historia de Jenifer Santos, que, en Arafo, posee un rebaño de cabras, a las que ordeña ella misma, para luego elaborar los productos de La Cabra Eco Quesos Aborigen. Nadie presagiaba que, apenas un mes después, fuera a verse afectada por el terrible incendio que prendió en llamas la corona forestal tinerfeña y tuviera que salir con sus animales, de noche, de sus terrenos.
Santos había recibido ya dos importantes premios: el Agrojoven 2022 del Cabildo Insular de Tenerife y la distinción de ser una de las diez mejores explotaciones sostenibles del país, en el certamen que impulsan BBVA y el referente gastronómico El Celler de Can Roca. Santos posee estudios en ingeniería, se considera eterna estudiante de Antropología y 100% ganadera eco, según ella misma informa en sus redes sociales. Poco tiene que ver con los estudios de las cuidadoras de cabras de antaño, que debían dividir los días de la semana entre los que podían ir a la escuela, si tenían esa suerte, y los que iban a pastorear. Espero, de corazón, que Jenifer Santos pueda recuperarse de este golpe tan fuerte y continuar con la empresa que ha desarrollado.
Por otro lado, sí que hay puntos en común del trabajo de esta emprendedora con los usos del pasado, como la necesaria obtención del forraje más adecuado para las cabras, el correcto ordeño y el bienestar de los animales, en una profesión en la que, ni antes ni ahora, existe una jornada laboral reglada, ni condiciones atmosféricas que impidan salir al monte. La historia de Jenifer Santos me hizo acordarme de todas esas niñas cuidadoras de cabras, como lo fue mi abuela.
La Ley Benot no era para el campo
A mi abuela la levantaban de madrugada para ir con su tía al monte, en la Garafía (La Palma) de la década de los treinta del siglo XX, a conseguir los mejores tagasastes para alimentar a los animales, que eran el sustento de la familia. Luego, al bajar hacia el barrio rural, se encontraba con uno de sus hermanos y el rebaño de cabras familiar y emprendía entonces las labores propias del pastoreo.
Ninguno de aquellos niños cuidadores de cabras podría hoy trabajar, gracias a que la ley sitúa la edad mínima para hacerlo en los 16 años. En realidad, en tiempos de mi abuela ya se había promulgado, hacía mucho tiempo, en España, una ley para regular el trabajo infantil.
El 24 de julio de 1873 se aprobó la Ley Benot, que buscaba proteger a los menores de las abusivas condiciones que vivían como empleados en los establecimientos industriales. De hecho, se prohibía que las niñas y niños menores de 10 años fueran admitidos en ninguna fábrica, taller, fundición o mina. Además, los niños menores de 13 y las niñas menores de 14 no podían trabajar más de cinco horas al día, en cualquier estación del año. Pero las necesidades básicas en el campo palmero no sabían de leyes ni de descanso para ningún miembro de la familia.
El recuerdo de ‘Malagueña’
Pienso en los recuerdos que mi abuela tiene del campo, en los días de tormenta en los que, contra toda recomendación hoy bien conocida, intentaban refugiarse de los rayos y truenos bajo los árboles. En el miedo a resbalar y caer por esos preciosos, pero también muy peligrosos, barrancos de Garafía. En esos niños, con hambre, que respetaban la leche de las cabras, porque sabían que para hacer el queso se necesitaban todos los litros de los que pudieran disponer. Y en esas cabras que los acompañaban en el miedo, y también en los ratos de calma.
Casi un siglo después, mi abuela recuerda todavía a una de aquellas cabras, la que llamaban Malagueña. La pobre era sorda y, a veces, se alejaba del rebaño. Aunque sabían que no podía oír, los pequeños cuidadores de cabras la llamaban, intranquilos, porque sabían que la noche se les echaría encima si, una vez más, Malagueña no regresaba pronto con la manada.
Mis recuerdos de las cabras son bien diferentes. En El Tablado, de niña, cada verano, tenía una rutina preciosa, tres veces al día. Estaba pendiente de verlas llegar, de oír sus cascabeles y de saludar al pastor, que venía con su “moto”, un burrito cargado de tagasastes. Siempre había algún cabrito nuevo y, al final, imponente, el macho cabrío de enormes cuernos y cara de pocos amigos. El camino era tan estrecho que podía tocarlas solo con asomarme a la puerta. Ahora que lo pienso, las echo mucho de menos y agradezco que permanezca en mi mente ese recuerdo, y el de esa Malagueña que nunca conocí, pero a la que también quiero.