Aquel curso se abría con la incertidumbre del cambio de centro. Alguien te deja caer información subliminal sobre el equipo directivo, sobre el alumnado, sobre el profesorado... Otros te advierten sobre los adolescentes disruptivos, te saturan de anécdotas retenidas en el tiempo, recargadas de verdades a medias. Te llegan también los consejos de última hora, las infalibles ―aseguran― estrategias para entrar con buen pie, adaptarte, no generar problemas innecesarios. Sobre esto, te salpican un vistoso ramillete de peripecias, por supuesto negativas, de antiguos profesores expedientados, los que sufrieron depresión, aquellos que fueron marginados por el claustro, los invisibles, quienes se convirtieron en blanco perfecto de la falta de respeto, la burla, la desidia de los grupos de alumnos... Un rosario que prefieres siempre ignorar, descubrir la verdad por ti mismo.
Un instituto línea tres, dos plantas, enclavado en una zona complicada de la capital conejera. Se nutría de chicos y chicas con cierta popularidad, exceso de impopularidad. Convivían aún en él maestros adscritos al primer ciclo de la ESO con profesores. Dos accesos bien diferenciados: el amplio para el alumnado, el menor para el profesorado ―cuestión cuantitativa―.
Poco después de iniciado el curso, experimentado ya en las guardias de recreo en la posición tres del patio, junto al pabellón cubierto, zona caliente, apta para las joyas de los alumnos, territorio de humo, de escaladas, de extorsiones, de la creatividad más insospechada, ni con un par de ojos adicionales se podía controlar aquella corte de malhechores. El claustro había decidido requerir la presencia de agentes de la policía municipal en las inmediaciones del centro durante el tiempo de recreo.
Si bien no acudían todos los días, se había extendido la disuasión con el rumor, la sospecha de que podrían aparecer. Se contuvieron los escaladores, los hábiles trepadores que preferían callejear a soportar el tedio de las clases. Para su desgracia, algunos habían sido devueltos al instituto por la policía municipal desde las proximidades del charco de San Ginés, la calle Real o la playa del Reducto. No obstante, había durado poco la efectividad de la medida, el grupo disruptor había perfeccionado sus tácticas y había retornado a las andadas.
Una mañana me sorprendió, inicio de la guardia de recreo en la zona uno, salida al patio, un tumulto. Apiñados varios asiáticos en su ubicación habitual, parte derecha del porche, estaban sufriendo los gritos a quemarropa de una de las perlas más valiosas del centro, Adargoma. Se había ido formando un círculo de curiosos cargados de risas y aplausos para animarlo. Este alumno de 2º ESO contaba ya con un amplio repertorio de llamadas de atención, partes de incidencias, incluso alguna expulsión, de lo que se jactaba el individuo. Me apresuré al epicentro, atravesando la cadena humana que seguía creciendo, engrosándose. Algunos de sus eslabones corearon mi nombre al verme, pese a mis advertencias orales y miradas reprobatorias.
Adargoma ni se había inmutado, persistía con denuedo en la labor intimidatoria. Tuve que gritar cuanto pude para que me oyera. Entonces me miró, me volvió la espalda y continuó el triste espectáculo; no paraba de acercarse a uno, a otro y a otros orientales, profiriendo chillidos, improperios, cuanto le permitiera burlarse públicamente de ellos, y con el aliciente añadido de retar mi presencia.
Por suerte, el rumor se había propagado, el ensordecedor bullicio había atraído la presencia de otros profesores de guardia.
A duras penas, Jesús y Francisco, mis compañeros guardianes, rompieron eslabones para situarse junto a mí. Un cruce de miradas bastó para avanzar hacia el protagonista, rodearlo, reducirlo. El griterío desbocado arreciaba, el grueso del alumnado compactaba aún más la cadena humana, nadie quería perderse el momento histórico.
Don José Antonio, el director, ya había recibido el aviso y corría hacia el porche; unos pasos más atrás le seguía el jefe de estudios, don Carlos. Se iba despejando el camino y propagando el silencio a medida que se desplazaban estos. Adargoma forcejeaba como un héroe coreado por la masa exaltada, lucía su mejor sonrisa, sus peores palabrotas.
El encuentro, un duelo. Don José Antonio, armado de paciencia, convencido de que su escudo de autoridad máxima en el recinto educativo calmaría al incitador, recurrió al diálogo conciliador, con firmeza. Lejos de apaciguar, Adargoma recargó energía, se deshizo de los guardianes que lo escoltaban y se abalanzó como un poseso contra el director.
La turba enardecía, el drama estaba servido. Don José Antonio palideció, se paralizó su cuerpo, enmudeció. Don Carlos, joven fortachón, contuvo a duras penas el puñetazo que buscaba el rostro del director, no el cúmulo de insultos que seguía escupiendo Adargoma.
Cuestión de segundos, tres profesores se empleaban a fondo para neutralizar el ímpetu del alumno, cegado por la furia, espoleado por sus más fervientes seguidores. Parecía clavado al suelo don José Antonio, petrificado. Tardó en reaccionar: ¡¡llévenlo a mi despacho mientras llamo a la policía!!
Aquellas imágenes dantescas poblaron mis pesadillas durante un tiempo.
Se corrió el telón de manera oficial con una expulsión durante veinte días desde la inspección, talante negociador. Nada de informes en la policía, silencio; nada de filtraciones a los medios de comunicación. El chico, versión oficial, estaba soportando estoicamente una situación familiar muy tensa, excepcional.
Por supuesto, se reincorporó al centro. Se estrechó la vigilancia, se sofocaron ciertos conatos de revueltas, pero continuaron haciendo de las suyas los escaladores, los disruptivos, los expertos en fomentar la no-educación.
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